27 febrero 2007

Que el entendimiento le marque límites a la voluntad

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Uno de mis temas preferidos y, por lo tanto, presente en lo que propongo a consideración de los lectores, con frecuencia, es el asunto de la oposición entre deseos y decisiones sensatas, entre aspiraciones y posibilidades reales, entre análisis estricto y eso que, en nuestra cultura, se conoce como la “real gana”. Es decir, el sí, porque sí. O lo que es más grave, el no por el no, al que se han entregado con ardor algunos sectores de la vida política nacional. El racionalismo cartesiano se levantaba —y con ello le marca un rumbo a occidente— sobre la suposición de que los seres humanos emitimos nuestros juicios tras el razonamiento y que nuestras decisiones encuentran fundamento, por ello, en la racionalidad. Lástima que, tan a menudo, no sea así.

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Para no complicar las cosas, no voy a referirme a los orígenes remotos de este planteamiento, como se estila hacer cuando se recurre a los filósofos modernos. Pero, hay otro motivo para obviar un rastreo histórico de ese tipo. Aun cuando estas ideas encuentren sus antecedentes en el pensamiento clásico, en Aristóteles, por ejemplo, o en la Escolástica, la influencia del racionalismo —con lo que lleva de “ismo”—, se muestra determinante en la historia del pensamiento y, particularmente, en el pensamiento político, a partir del inicio de la modernidad. Primero, como ideal, luego como una práctica imperfecta; en todo caso, como el reconocimiento de que se trata de un criterio en el que han de respaldarse las decisiones. Y, aunque esto no ocurra siempre, a partir de entonces, la gente se siente obligada a explicar cualquier desvío de esta ruta. En otras palabras, da pena no hacerlo así. Mi maestro Láscaris dividía a los seres humanos, con base en sus actitudes, en cartesianos y pre-cartesianos. Y tenía razón.

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El temor al error en materia de decisiones persigue a las personas sensatas. Las aprensiones no ha de ser tantas, sin embargo, como para dejarnos inmovilizados. Sobre todo cuando se trata de la vida política, la excesiva lentitud puede constituirse, ella misma, en uno de los más graves errores. Quizá porque al escoger en este campo de la actividad humana, no siempre nos movemos entre alternativas radicalmente opuestas. Se dirá que esto no lo percibieron los racionalistas, que se les escapó. Digamos, en su descargo, que distinguieron zonas indiferentes a la radical oposición entre el sí y el no. Su enseñanza, en el fondo, nos obliga a matizar y matizar, para que nuestra conclusión sea producto de un ejercicio racional bien fundado. Esto es lo más importante y aprovechable de su enseñanza.

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Pero, nos hemos apartado de la contradicción que señalábamos, entre lo que queremos y lo posible. El asunto tiene que ver con la voluntad y la racionalidad. Cuando Descartes se pregunta de dónde nacen mis errores, su respuesta es contundente: siendo la voluntad mucho más amplia y extendida que el entendimiento, yo no la mantengo dentro de los mismo límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo. La voluntad que genera los deseos se aparta fácilmente del entendimiento, de la razón. Confundimos nuestros deseos con lo posible —y hasta con lo imposible— sin que realmente lo sea. Wishful thinking, dicen los que hablan inglés, para advertir el peligro de confundir lo que deseamos con lo que es. En política, fabular es tan grave como mentir.

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El hábito de confundir lo que queremos y lo que es posible, como si fuesen lo mismo, resulta nocivo. Sus efectos en política conducen a un desbordamiento constante, a veces, alegre, pero insensato. Sí, lleva a la alteración. Entre los graffiti de Quito —famosos por su ingenio— ha sido rescatado uno, tan hermoso como erróneo: “Basta de realidades, queremos ilusiones”. Los deseos desbordados conducen a las ilusiones y la palabra ilusión se emparenta, recordémoslo, con “ilusionismo”. Nada tan peligroso en política como el ilusionismo. Como las fantasías. Recordemos: la fantasía y la imaginación están relacionadas pero están lejos de ser lo mismo.

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Realismo, racionalismo, sensatez son términos apropiados para abordar la vida política. Diga lo que diga el discurso político, tan proclive a inflamarse. Por cierto, queda pendiente el tema de la inflación verbal que sufre el país. ¿Lo han percibido? Golpe de Estado, totalitarismo, imposición, autoritarismo… y así, sucesivamente. Alguna vez, una dirigente radical habló de la dictadura de Mario Echandi. ¿Se imaginan? Mientras tanto, recordemos los peligros de escindir nuestra conciencia —por un lado lo que pienso y por otro lo que deseo— en lugar de armonizar ambos términos. Siempre se ha sabido: las cosas no son como a mí me da la gana de que sean.

Tomado de: http://democraciadigital.org/articulos/2007/2/1020-que_el_entendimiento_le_marque_limites_a_la_voluntad.html

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